sábado, 26 de enero de 2013

LA REINA MARGOT: UN MAGISTRAL BAÑO DE SANGRE

Tomando como base la novela homónima escrita por Alejandro Dumas, el reconocido actor y cineasta Patrice Chéreau llevó a la pantalla grande un estremecedor recuento de los trágicos sucesos previos y posteriores alrededor de la masacre conocida como "la noche de San Bartolomé", en una adaptación bastante libre (pero totalmente contundente), lo que significó un notable éxito internacional para el cine galo, y una estupenda muestra de cómo abordar un material de este calibre sin traicionar el tono misántropo del original de un modo como pareciese que jamás podría hacerlo un artesano hollywoodense promedio.
 
 
El realizador y su guionista, la futura realizadora Danièle Thompson, en el cual termina percibiéndose dicha violencia no de una manera espectacular o estilizada, sino como un fiel reflejo de la violencia interna de cada uno de los nefastos personajes y el ámbito en el que se mueven, evidenciando la habilidad de Chéreau como un notable director de actores al servicio de una anécdota casi totalmente carente de heroísmos y valores humanos; de posicionar a sus personajes como piezas de un perverso juego de ajedrez llevado a cabo en un entorno denso, asfixiante, inmoral, donde las intrigas, la mentira, el odio y la traición se encuentran a la orden del día, poniendo en evidencia en el más menor gesto de cada uno de los involucrados en la historia rasgos inconfundiblemente maléficos, siendo muy pocos aquellos que escapan a esa categoría, y los que lo hacen, se mueven de manera constante en una especie de indefinición moral, en un mundo en el que la integridad y la justicia han quedado fuera de la ecuación, donde cada bestial encuentro erótico, cada horripilante decisión de Catalina de Medicis y cada acto venido de la malignidad subyacente de los demás personajes, dan la certeza de un ámbito definido por las bajas pasiones de cada uno de ellos, su sed insaciable de poder, y las inhumanas formas para preservarlo.

Chéreau procura alejarse casi por completo de los convencionalismos afines a la representación de una novela histórica, de los grandes valores de producción tales como las escenas de batalla de rigor ejecutadas por cientos de extras. Prescinde también de vistosas locaciones parisinas llenas de pseudo turísticas imágenes de imponentes palacios a la luz del atardecer, etcétera. Por el contrario, el director apuesta hacia los prolongadamente sucesivos acercamientos de cámara, los primeros planos y los encuadres en los que predominan atmósferas de una lóbrega belleza (debidas a la excepcional lente de Philippe Rousselot), las cuales son violentadas repetidamente por tonalidades obscuras, chorros de sangre, sudor y semen salpicando la pantalla, con las cuales el director hace patente su poco velada inclinación por las escenas inscritas plenamente dentro de una línea gore y su inquietante habilidad para conseguir secuencias plenas de un salvajismo y violencia aterradores, la cual queda de manifiesto en la secuencia de la carnicería llevada a cabo durante la noche de San Bartolomé, puesta en escena potenciada por la ominosa partitura del compositor musical Goran Bregovic, en la que vemos a sus protagonistas cubiertos de, o regodeándose en la sangre; sin embargo, no debe tomarse como una mera voluntad de exhibir gratuitamente tales cantidades de hemoglobina y violencia por parte de Chéreau, ya que forman parte de un engranaje muy inteligente y preciso orquestado magistralmente por el.

Para conseguir estos resultados, Patrice Chéreau se rodeó de un cuadro de actores de primer nivel, en el que a pesar de la sobresaliente actuación de Daniel Auteuil, es Virna Lisi como la perversa Catalina de Medicis quien termina llevándose las palmas con un personaje lleno de innumerables matices, pero totalmente corrompido en su esencia; destacan también las actuaciones de Jean Hugues Anglade, Pascal Greggory y Juliem Rassam como los hermanos visceralmente amorales y abyectos herederos de la corona; unos estupendos Vincent Perez y Miguel Bosé, quién dejó claro con su desempeño que el ver incluido su nombre en los créditos no se trató de una mera movida comercial; la presencia de una muy joven y bella principiante llamada Asia Argento y, por supuesto, la confirmación de Isabelle Adjani en el rol protagónico, una actriz que, de nueva cuenta, demostró saber escoger bien sus proyectos y la cual no obstante su limitado registro actoral, otorga a su Margot una intensidad poco o nada desdeñable.

Despiadada historia de amor, granguiñolesca lección de historia, sórdida reflexión sobre la intolerancia religiosa y los retorcidos caminos del poder, La Reina Margot es tanto una declaración de principios como una lección por parte de su realizador de cómo llevar a la gran pantalla, dentro de los márgenes de una superproducción, una obra de Alejandro Dumas sin necesidad de malbaratar su contenido en pos de la espectacularidad o del comercialismo más ramplón. Una lección que a casi veinte años de su rodaje no se han tomado la molestia de asimilar o siquiera tratar de poner en práctica (como era de esperarse) los artesanos hollywoodenses e incluso los propios paisanos de Chéreau, quienes continúan esmerándose en despedazar otros clásicos del escritor francés. (Piénsese en las barbaridades cometidas en fechas recientes con caballitos de batalla como la saga de Los Tres Mosqueteros o El Conde de Montecristo, por ejemplo.) La imagen de Isabelle Adjani ataviada en un hermoso vestido blanco ensangrentado, se ha convertido en todo un ícono del cine de los años noventa.
 
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