viernes, 3 de junio de 2016

TEATRO: HAMLET



Por Fabián Quezada León



Consciente de que las verdaderas pasiones son infinitas, y de que no habrá muerte lo suficientemente poderosa para acallarlas, Shakespeare enlaza los mundos en un torrente de fuerza que los ata irremisiblemente, la muerte y la vida se congregan,  conjugan y confunden en los vigorosos eslabones que, a son de viento y fuerza de tempestad, se funden concretizándose en un fantasma que, errante por las noches se escurre temeroso del canto del gallo. El fantasma que es hijo del aire incorpóreo y que inspira a Hamlet a enredarse en los eslabones de su destino.



Ese fantasma proyecta una divinidad violenta, ha estado en contacto con la muerte y marca la revelación de un destino; así, cuando Hamlet enfrenta al fantasma de su padre, entra en contacto brutal con el conocimiento de su tragedia: Su padre ha sido asesinado, su madre es cómplice y esto rompe con los lazos de bondad en la naturaleza de la relación entre madre e hijo y la transforma en un lazo feroz y vengativo.

De esta manera, la muerte y su espíritu fantasmal, dan una magnitud a este infortunado príncipe; pues solamente en el eterno instante de la muerte Hamlet dejará de divagar entre ser o no ser, para ser… un cadáver.

 

La pasión se desborda y mimetiza en cada piedra del castillo de Elsinor, un castillo donde la ambición y la lascivia han hecho su morada, nutridas hasta la explosión por la locura que se cuela corriendo presurosa por entre los pasillos, que se esconde en la cámara de la reina, en el lecho incestuoso, en las flores con las que cantando, Ofelia denuncia como una mujer su amor frustrado; su amor, su pobre amor, que fue uniendo los eslabones que la conducen hasta un estanque en el que su pasión se va a ahogar, y cuyo aliento no perece bajo las aguas, se transforma en poción venenosa que corroe al igual la sangre por el agudo filo de la espada de Laertes, para enredarlo en un giro del destino y del juego; una estocada que le inocula la poción de la pasión en las entrañas y de la que también Hamlet, el taciturno Hamlet, recibe un rasguño que le desgarra la vida y la deja libre hacia los brazos eternamente receptores de la muerte.



Pero, ¿dónde está este príncipe de Dinamarca? Podríamos decir que más allá de los límites, más allá del oleaje, del continuo devaneo entre la razón y la locura; la astucia, el entendimiento y la pasión capaz de cegar al más sabio de los hombres, ahí está el príncipe, el hombre; el espíritu de la tragedia.

La racionalidad le caracteriza; es el pensador por antonomasia, y ésta el freno a su terrible, apasionado impulso. Es su arma contra el mundo de intriga, crimen y corrupción que le rodea.



Hamlet está desgarrado entre el Ser y la apariencia, la propia y la de los demás.

El mundo de la ilusión atrapa a todo y a todos, como en un juego de espejos, porque, ¿quién podría saber la realidad del fingimiento?

Shakespeare juega con estos reflejos y estas ideas de la ilusoria realidad que sucede detrás y dentro de los espejos es aprehendida por González Mello para disparar, como en un prisma reflejante, en los espejos que encierran a los personajes, diferentes direcciones físicas y espirituales: subiendo y bajando en la misma arquitectura del teatro; un foso, las torres del castillo, la cámara de la reina el combate final.


El espacio rompe paredes, rompe formas, rompe espacios como si observáramos la fragmentación de la sanidad de Hamlet, Ofelia o Gertrudis; ya no estamos sólo observando desde un punto. Nos acabamos por asumir como testigos sumergiéndonos con todo el peso de la locura y la pasión, acabando prácticamente en los sótanos. 

Así que no nos queda más que dejarnos arrastrar, infectándonos por esa pasión/locura/delirio y martirio que Hamlet contagia, sin dejar que explote. Porque siempre, paradójicamente, debe triunfar la razón que se transforma en una trampa pues se vuelve sobre la pasión y la locura e incrementa su ímpetu.



El cómo se desarrolla esta pasión, que se sucede entre espasmos y desesperación, soledad y paradoja, se verá a través del iridiscente hilo de su estela en la trama. Y, sobre todo, en las ataduras que entre todos ellas ha hecho surgir la vehemencia.



A Claudio, (Avalos)  cuya alma se retuerce bajo su ropaje de rey, la pasión le cegó para acabar a su propia sangre, el veneno maldito que vierte sobre su hermano corre por sus propias venas y como fatal destino, va a ir pudriendo cada vez más su alma, y esa podredumbre lo anega;  hasta hacerle contemplar impávido cómo Gertrudis, su cómplice de la pasión de la carne, ingiere su final en una copa.



Claudio bajó al pozo sin fondo de la ambición y nunca tocará fondo, lo único que sellará esa ambición y esa sed infinita de poder va a ser el acero de la espada de Hamlet.



Gertrudis (Benet) es una mujer quien, aun en el crepúsculo, no ha perdido la fiebre del cuerpo. Gertrudis quiere perpetuar la suavidad de la carne, el calor del deseo, la tibieza que se instala entre sus muslos y su boca. En su seno no se ha apagado la sed de hombre, que le agrieta el cuerpo con un calor más imperante que el de la sangre, pues transgrede los límites del lazo amoroso con su marido y su hijo y se desliza del coito ilegal a la traición, y de ésta al asesinato.  



Pero el juego cobra su precio y siempre  es un precio alto. La sangre clama en el único modo que sabe en su lenguaje instintivo, una lengua que no conoce más que la expresión profunda y fatal, que ha estado tan hundida en el cuerpo que ha penetrado hasta el fondo del sexo, hasta la simiente del hueso.

Su sonido es un rumor de pasos de fantasma por el castillo, una voz siempre presente, latiendo acelerada, la roja voz de la sangre que clama justicia.



Hamlet va a cobrar este precio al desvarío de su madre y sin tocarla siquiera va a destrozarle el corazón sin piedad.

No bien Gertrudis reconoce que su corazón está partido/perdido cuándo, como en un exorcismo, la cura parece pronta. La traición libera a su atribulado espíritu  delatar a Hamlet es lanzar lejos la pesadumbre de su culpa y vez tras vez, Gertrudis lo hará; con la misma celeridad con la que se casó con Claudio, con la misma urgencia que señala la debilidad en Ofelia y después la llorará en su muerte.

Sola, en el centro de su egoísmo exacerbado, la reina vive únicamente para ella en su trono de superficialidad.



A Gertrudis la pasión se le transforma en la muerte, que como reina, le ofrenda una lágrima, una perla, el llanto de las hijas del mar que depositado al fondo de una copa le da en el letargo final del vino, el beso de la muerte.



Los eslabones que se le ciñen a Ofelia (Sylwin) son forjados por un amor frustrado, por la inocencia entregada, traicionada y abandonada a su suerte. Ofelia es en sí un camino que los demás usan. Un camino que entrelaza mundos: el de la conveniencia y el de la frustración, el de la esperanza y el de la apariencia. Ofelia ama y es amante. Amante crédula, amante herida, amante despreciada, amante, en fin… amante.

Ofelia quiere un puerto en dónde anclar, es como un barquito de papel azul navegando sobre un espacio tenebroso e insondable. Pero su puerto irónicamente se aleja más y más de los límites de su vida. Inalcanzable, inatrapable, porque está encarnado en pensamientos: Hamlet

Y mientras la cordura reprime su verdad, mientras que Polonio y Laertes la amonestan, ella aprende a fingir, ella aprende a esperar, ha fabricado una celda a su pasión; una celda que celosamente vigila su padre.

Cuando Polonio muerte, encontrándose Laertes lejos, la prisión queda descuidada y su pasión, prófuga y delirante se refugia en las flores, haciéndose un nido en ellas.

La pasión se clava en el centro de su alma solitaria y temerosa de ser descubierta se alumbra con una lúgubre veladora de locura, una locura que ha transformado las rejas de su antigua celda de cordura en cadenas, que descarnan todo lo fingido del fingir.

La ilusión de que ha escapado, la esperanza enamorada de ser aceptada para anclarse en Hamlet, protegerse por su amor, está liada más que nunca. Su esperanza victima a su raciocinio.



La locura la envuelve entre sus tallos silvestres y se le ensortija en la cabeza como ideas, que de tanto ser claras, deben de expresarse en un lenguaje tan oculto y tan simple como el de las flores: el recuerdo y la virginidad en el romero, las relaciones ocultas y la muerte en violetas, el hinojo la visión para el marido engañado, la aguileña; el agua que se da a sí misma, mientras que el sexo, la violación y el aborto hablan en la ruda.



Hamlet (Tavira Egurrola) la dualidad, el pensar dominante, el actuar impetuoso.

La suprema paradoja de fingir una locura cuando se es tan cuerdo; la imposición de un destino. La venganza, la decepción de un sueño filial, la arrogancia, la burla y la infinitamente pesada carga de una tristeza que sobrepasa cualquier cuerpo, que anega el alma y que la arrastra indefensa ante el asombro del desfile de ideas, de frustración que sin freno, se golpea en un huracán que se encierra en un alma, destrozando todo y aullando día y noche.

Hamlet penetra a la dimensión de la muerte, Hamlet recorre el frágil filo entre los mundos de las sombras y el mundo de los vivos. Uno clama venganza, el otro harta de tanta hipocresía ambición y pasiones malsanas, en cuyo ámbito solamente la locura puede ordenar el caos que desgaja todo, minuto a minuto, hundiéndolo todo en el sinsentido, en la transición y la transgresión de los órdenes establecidos.

De ésta forma, la paradoja de Hamlet es que para conservar la cordura hubo de acorazarse en la locura, pues sin esta armadura, filigrana de símbolos, escudo laberíntico pulido de cáusticas burlas, el terrible embate de la tragedia-realidad hubiera precipitado a Hamlet a la verdadera mazmorra del sinsentido, donde jamás hubiera parado de caer, porque la locura siempre está inventando, creando, vivificando nuevos abismos. La locura no puede estar estática, pues si se paraliza,  su fuerza engulliría a la cordura.

Así la tragedia se cierra sobre  Hamlet.

Él desea la redención, tal vez más la humana que la divina, pero no hay redención para él; no puede aspirar a ella: desdeñó el amor, siguió los rastros de la sangre de su padre para vengarlo, es incapaz de perdonar a su madre y le arranca ael corazón con palabras,  y finalmente asesina a Claudio, creyendo acabar su venganza. Empuja la mano de la muerte sobre Laertes, quien cae arrepentido víctima de su propio engaño.  Más Hamlet no le absuelve, confiere ese poder al cielo.

En esos momentos, sabedor de que la vida se le escapa de entre las manos, Hamlet ama más la vida, ha perdido la ceguera del ser o no ser, el dilema se rompe, la respuesta aparece con tal claridad que por eso el dulce príncipe se aferra a los últimos resquicios de vida, pidiendo una redención que muere sin conocer y que depende de cada quién que haya estado ahí, contemplando su tragedia, el darle o no.

Después de todo, Horacio somos todos.





Elenco: Pedro de Tavira Egurrola

Jorge Avalos

Emilio Guerrero

María Isabel Benet

Omar Medina

Raúl Briones

Sofía Sylwin



Adaptación y dirección: Flavio González Mello

Escenografía y Vestuario Mario Marín

Fotos: Miguel Díaz



FORO SOR JUANA INÉS DE LA CRUZ

Centro Cultural Universitario

Insurgentes Sur 3000

Funciones de Jueves a Domingo 18:00

Duración 210 minutos

Temporada hasta el 19 de junio de 2016

Admisión de $150.00 con descuento del 50% a estudiantes, maestros, UNAM, INAPAM, y jubilados del ISSSTE e IMSS con credencial vigente. Jueves $30.00.


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