Por
Fabián Quezada León
Consciente
de que las verdaderas pasiones son infinitas, y de que no habrá muerte lo
suficientemente poderosa para acallarlas, Shakespeare enlaza los mundos en un
torrente de fuerza que los ata irremisiblemente, la muerte y la vida se congregan, conjugan y confunden en los vigorosos
eslabones que, a son de viento y fuerza de tempestad, se funden concretizándose
en un fantasma que, errante por las noches se escurre temeroso del canto del
gallo. El fantasma que es hijo del aire incorpóreo y que inspira a Hamlet a
enredarse en los eslabones de su destino.
Ese
fantasma proyecta una divinidad violenta, ha estado en contacto con la muerte y
marca la revelación de un destino; así, cuando Hamlet enfrenta al fantasma de
su padre, entra en contacto brutal con el conocimiento de su tragedia: Su padre
ha sido asesinado, su madre es cómplice y esto rompe con los lazos de bondad en
la naturaleza de la relación entre madre e hijo y la transforma en un lazo
feroz y vengativo.
De esta
manera, la muerte y su espíritu fantasmal, dan una magnitud a este infortunado
príncipe; pues solamente en el eterno instante de la muerte Hamlet dejará de
divagar entre ser o no ser, para ser… un cadáver.
La
pasión se desborda y mimetiza en cada piedra del castillo de Elsinor, un
castillo donde la ambición y la lascivia han hecho su morada, nutridas hasta la
explosión por la locura que se cuela corriendo presurosa por entre los
pasillos, que se esconde en la cámara de la reina, en el lecho incestuoso, en
las flores con las que cantando, Ofelia denuncia como una mujer su amor
frustrado; su amor, su pobre amor, que fue uniendo los eslabones que la
conducen hasta un estanque en el que su pasión se va a ahogar, y cuyo aliento
no perece bajo las aguas, se transforma en poción venenosa que corroe al igual
la sangre por el agudo filo de la espada de Laertes, para enredarlo en un giro
del destino y del juego; una estocada que le inocula la poción de la pasión en
las entrañas y de la que también Hamlet, el taciturno Hamlet, recibe un rasguño
que le desgarra la vida y la deja libre hacia los brazos eternamente receptores
de la muerte.
Pero,
¿dónde está este príncipe de Dinamarca? Podríamos decir que más allá de los
límites, más allá del oleaje, del continuo devaneo entre la razón y la locura;
la astucia, el entendimiento y la pasión capaz de cegar al más sabio de los
hombres, ahí está el príncipe, el hombre; el espíritu de la tragedia.
La
racionalidad le caracteriza; es el pensador por antonomasia, y ésta el freno a
su terrible, apasionado impulso. Es su arma contra el mundo de intriga, crimen
y corrupción que le rodea.
El
mundo de la ilusión atrapa a todo y a todos, como en un juego de espejos,
porque, ¿quién podría saber la realidad del fingimiento?
Shakespeare
juega con estos reflejos y estas ideas de la ilusoria realidad que sucede
detrás y dentro de los espejos es aprehendida por González Mello para disparar,
como en un prisma reflejante, en los espejos que encierran a los personajes,
diferentes direcciones físicas y espirituales: subiendo y bajando en la misma
arquitectura del teatro; un foso, las torres del castillo, la cámara de la
reina el combate final.
El
espacio rompe paredes, rompe formas, rompe espacios como si observáramos la
fragmentación de la sanidad de Hamlet, Ofelia o Gertrudis; ya no estamos sólo
observando desde un punto. Nos acabamos por asumir como testigos sumergiéndonos
con todo el peso de la locura y la pasión, acabando prácticamente en los
sótanos.
Así que
no nos queda más que dejarnos arrastrar, infectándonos por esa
pasión/locura/delirio y martirio que Hamlet contagia, sin dejar que explote. Porque
siempre, paradójicamente, debe triunfar la razón que se transforma en una
trampa pues se vuelve sobre la pasión y la locura e incrementa su ímpetu.
El cómo
se desarrolla esta pasión, que se sucede entre espasmos y desesperación,
soledad y paradoja, se verá a través del iridiscente hilo de su estela en la
trama. Y, sobre todo, en las ataduras que entre todos ellas ha hecho surgir la
vehemencia.
A
Claudio, (Avalos) cuya alma se retuerce
bajo su ropaje de rey, la pasión le cegó para acabar a su propia sangre, el
veneno maldito que vierte sobre su hermano corre por sus propias venas y como
fatal destino, va a ir pudriendo cada vez más su alma, y esa podredumbre lo
anega; hasta hacerle contemplar impávido
cómo Gertrudis, su cómplice de la pasión de la carne, ingiere su final en una
copa.
Claudio
bajó al pozo sin fondo de la ambición y nunca tocará fondo, lo único que
sellará esa ambición y esa sed infinita de poder va a ser el acero de la espada
de Hamlet.
Gertrudis
(Benet) es una mujer quien, aun en el crepúsculo, no ha perdido la fiebre del
cuerpo. Gertrudis quiere perpetuar la suavidad de la carne, el calor del deseo,
la tibieza que se instala entre sus muslos y su boca. En su seno no se ha
apagado la sed de hombre, que le agrieta el cuerpo con un calor más imperante
que el de la sangre, pues transgrede los límites del lazo amoroso con su marido
y su hijo y se desliza del coito ilegal a la traición, y de ésta al asesinato.
Pero el
juego cobra su precio y siempre es un
precio alto. La sangre clama en el único modo que sabe en su lenguaje
instintivo, una lengua que no conoce más que la expresión profunda y fatal, que
ha estado tan hundida en el cuerpo que ha penetrado hasta el fondo del sexo,
hasta la simiente del hueso.
Su
sonido es un rumor de pasos de fantasma por el castillo, una voz siempre
presente, latiendo acelerada, la roja voz de la sangre que clama justicia.
Hamlet
va a cobrar este precio al desvarío de su madre y sin tocarla siquiera va a
destrozarle el corazón sin piedad.
No bien
Gertrudis reconoce que su corazón está partido/perdido cuándo, como en un
exorcismo, la cura parece pronta. La traición libera a su atribulado espíritu delatar a Hamlet es lanzar lejos la pesadumbre
de su culpa y vez tras vez, Gertrudis lo hará; con la misma celeridad con la
que se casó con Claudio, con la misma urgencia que señala la debilidad en
Ofelia y después la llorará en su muerte.
Sola,
en el centro de su egoísmo exacerbado, la reina vive únicamente para ella en su
trono de superficialidad.
A
Gertrudis la pasión se le transforma en la muerte, que como reina, le ofrenda
una lágrima, una perla, el llanto de las hijas del mar que depositado al fondo
de una copa le da en el letargo final del vino, el beso de la muerte.
Los
eslabones que se le ciñen a Ofelia (Sylwin) son forjados por un amor frustrado,
por la inocencia entregada, traicionada y abandonada a su suerte. Ofelia es en sí
un camino que los demás usan. Un camino que entrelaza mundos: el de la
conveniencia y el de la frustración, el de la esperanza y el de la apariencia.
Ofelia ama y es amante. Amante crédula, amante herida, amante despreciada,
amante, en fin… amante.
Ofelia
quiere un puerto en dónde anclar, es como un barquito de papel azul navegando
sobre un espacio tenebroso e insondable. Pero su puerto irónicamente se aleja
más y más de los límites de su vida. Inalcanzable, inatrapable, porque está
encarnado en pensamientos: Hamlet
Y
mientras la cordura reprime su verdad, mientras que Polonio y Laertes la
amonestan, ella aprende a fingir, ella aprende a esperar, ha fabricado una
celda a su pasión; una celda que celosamente vigila su padre.
Cuando
Polonio muerte, encontrándose Laertes lejos, la prisión queda descuidada y su
pasión, prófuga y delirante se refugia en las flores, haciéndose un nido en
ellas.
La
pasión se clava en el centro de su alma solitaria y temerosa de ser descubierta
se alumbra con una lúgubre veladora de locura, una locura que ha transformado
las rejas de su antigua celda de cordura en cadenas, que descarnan todo lo
fingido del fingir.
La
ilusión de que ha escapado, la esperanza enamorada de ser aceptada para
anclarse en Hamlet, protegerse por su amor, está liada más que nunca. Su
esperanza victima a su raciocinio.
La
locura la envuelve entre sus tallos silvestres y se le ensortija en la cabeza
como ideas, que de tanto ser claras, deben de expresarse en un lenguaje tan oculto
y tan simple como el de las flores: el recuerdo y la virginidad en el romero,
las relaciones ocultas y la muerte en violetas, el hinojo la visión para el
marido engañado, la aguileña; el agua que se da a sí misma, mientras que el
sexo, la violación y el aborto hablan en la ruda.
Hamlet
(Tavira Egurrola) la dualidad, el pensar dominante, el actuar impetuoso.
La
suprema paradoja de fingir una locura cuando se es tan cuerdo; la imposición de
un destino. La venganza, la decepción de un sueño filial, la arrogancia, la
burla y la infinitamente pesada carga de una tristeza que sobrepasa cualquier
cuerpo, que anega el alma y que la arrastra indefensa ante el asombro del
desfile de ideas, de frustración que sin freno, se golpea en un huracán que se
encierra en un alma, destrozando todo y aullando día y noche.
Hamlet
penetra a la dimensión de la muerte, Hamlet recorre el frágil filo entre los
mundos de las sombras y el mundo de los vivos. Uno clama venganza, el otro
harta de tanta hipocresía ambición y pasiones malsanas, en cuyo ámbito
solamente la locura puede ordenar el caos que desgaja todo, minuto a minuto,
hundiéndolo todo en el sinsentido, en la transición y la transgresión de los
órdenes establecidos.
De ésta
forma, la paradoja de Hamlet es que para conservar la cordura hubo de acorazarse
en la locura, pues sin esta armadura, filigrana de símbolos, escudo laberíntico
pulido de cáusticas burlas, el terrible embate de la tragedia-realidad hubiera
precipitado a Hamlet a la verdadera mazmorra del sinsentido, donde jamás
hubiera parado de caer, porque la locura siempre está inventando, creando,
vivificando nuevos abismos. La locura no puede estar estática, pues si se
paraliza, su fuerza engulliría a la
cordura.
Así la
tragedia se cierra sobre Hamlet.
Él
desea la redención, tal vez más la humana que la divina, pero no hay redención
para él; no puede aspirar a ella: desdeñó el amor, siguió los rastros de la
sangre de su padre para vengarlo, es incapaz de perdonar a su madre y le
arranca ael corazón con palabras, y
finalmente asesina a Claudio, creyendo acabar su venganza. Empuja la mano de la
muerte sobre Laertes, quien cae arrepentido víctima de su propio engaño. Más Hamlet no le absuelve, confiere ese poder
al cielo.
En esos
momentos, sabedor de que la vida se le escapa de entre las manos, Hamlet ama
más la vida, ha perdido la ceguera del ser o no ser, el dilema se rompe, la
respuesta aparece con tal claridad que por eso el dulce príncipe se aferra a
los últimos resquicios de vida, pidiendo una redención que muere sin conocer y
que depende de cada quién que haya estado ahí, contemplando su tragedia, el darle
o no.
Después
de todo, Horacio somos todos.
Elenco:
Pedro de Tavira Egurrola
Jorge
Avalos
Emilio
Guerrero
María
Isabel Benet
Omar
Medina
Raúl
Briones
Sofía
Sylwin
Adaptación
y dirección: Flavio González Mello
Escenografía
y Vestuario Mario Marín
Fotos:
Miguel Díaz
FORO
SOR JUANA INÉS DE LA CRUZ
Centro
Cultural Universitario
Insurgentes
Sur 3000
Funciones
de Jueves a Domingo 18:00
Duración
210 minutos
Temporada
hasta el 19 de junio de 2016
Admisión de $150.00 con
descuento del 50% a estudiantes, maestros, UNAM, INAPAM, y jubilados del ISSSTE
e IMSS con credencial vigente. Jueves $30.00.
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